Elogio del coraje, Martín Descalzo
Sí, cuanto más avanzo en la vida
más admiro las virtudes pasivas en un ser humano. De joven, yo valoraba por
encima de todo el genio, la fuerza creadora, al ardor, la inteligencia
apasionada. Ahora valoro muy por encima la paciencia, la constancia, el saber
encajar los golpes, el don de mantener la esperanza y la alegría en medio de
las dificultades.
O pienso ahora en
Mozart. Hay días —afortunadamente no muchos— en los que llego a mi casa
deshecho por el cansancio o por la incomprensión. Hay días en los que me
pregunto si vale la pena luchar, escribir, para que tales o cuales cretinos te
lean con los prismáticos al revés y enfangados. Y entonces hay en mi casa una
medicina prodigiosa: me siento junto a mi tocadiscos y hago rodar en él las
sonatas que Mozart escribió en las horas más amargas de su vida. La 545, por
ejemplo, que fue compuesta dos días después de que se muriera «de hambre» una
de sus hijas, mientras su mujer, en un balneario, le ponía en ridículo
coqueteando con todos los que se ganaban la vida mejor que él; mientras Mozart,
hambriento, acudía a las casas de los ricos y se atiborraba los bolsillos de
croquetas y bocadillos para poder comer en los días siguientes. Y pienso todo
esto mientras sale de mis altavoces tal río de pureza y de alegría (aunque allá
en el fondo, en los adagios, se le escape un manso grito de dolor y protesta por
un mundo que no le ama y está mal construido). ¿Cómo, entonces, sentirse
desgraciado? ¿Cómo aceptar que mis propios dolores diminutos me detengan un
solo segundo en mi hermosa tarea de escribir y escribir?
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