Bajo el árbol de los toraya, Philippe Claudel

 En las montañas de la isla indonesia de Célebes vive el pueblo de los toraya, conocido por unos ritos funerarios que se prolongan durante varios días y congregan a toda la comunidad. Cuando un bebé muere, por ejemplo, su cuerpo se deposita en el interior del tronco de un árbol centenario que, poco a poco, lo envuelve y se nutre de él. Así, al crecer, el árbol conduce a los niños hacia el cielo, un símbolo escultórico mediante el cual se mantienen próximos los seres amados que ya no están.
Escultor Ligier Richier, autor de El transido de la iglesia de Saint-Étienne de Bar-le-Duc. Representa a un muerto de pie, parcialmente envuelto todavía en el hábito de los vivos -carne, cabellos, tendones-, que expresa a la perfección lo que fuimos y lo que seremos. Su cuerpo ya inexistente, plasmado en la delicadeza del mármol cincelado por el artista, refleja nuestra desaparición, pero también el amor de quienes nos sobreviven y gracias a quienes sobrevivimos nosotros, puesto que la obra fue un encargo de la esposa de René de Chalon, príncipe de Orange y compañero de armas de Carlos V, que acababa de morir combatiendo al pie de las murallas de Saint-Dizier, en 1544. La joven viuda le pidió al escultor que representara al ser amado y perdido como sería tras permanecer tres años en su tumba, bajo la fría tierra de Lorena.  Y de pronto me vienen a la cabeza unos versos, que ya no sé si son de Ovidio o de Epicuro, o si los he soñado, como a veces sueño diálogos, fragmentos de conversaciones, títulos de libros o escenas de películas: «Cuerpo mío, mi viejo compañero, ¿ha llegado pues la hora de separarnos?»

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